En esta era desorientada y elástica, en la que nadie sabe con certeza qué lugar ocupar, Brenda Navarro (México DF, 1982) ha escrito Casas vacías, su primera novela; la historia a dos voces del secuestro de Daniel, un niño autista, pocos días después de su tercer cumpleaños. Los relatos, a cargo de las protagonistas antagónicas de la obra, se alternan en el mismo terreno maldito, desde un momento impreciso, cuando todo se ha consumado. No sobra nada en el texto, no hay oropeles ni florituras, sino puro dolor; dolor como expresión fatal de la propia feminidad; el dolor contradictorio, el dolor anhelado o repelido de ser madre.
Casas vacías es, en efecto, una reflexión descarnada y directa sobre el hecho la maternidad y, no menos que ello, sobre la propia feminidad. Las protagonistas podrían parecer prefiguradas para representar, respectivamente, lo digno y lo indigno; aquello que es bueno y lo que debe ser censurado; y, sin embargo, Navarro decide empujarlas hacia el terreno de lo indefinible, de lo incierto; las transforma en seres vivos, rodeadas de toda su penumbra. La lectora no cesará de leer, no porque la atrape una trama audaz, sino porque necesita despojarse de los arquetipos aprehendidos y bajar al barro a llorar con ellas, con las dos al mismo tiempo, aunque parezca un contrasentido.
En esta novela excelente, que quedará, la idea de víctima es una sombra, un flujo que transita la frontera terrible entre los dos monólogos entrelazados, confundiéndolos. Al comenzar cada capítulo, la lectora se obliga a atravesar constantemente esa sima y desarticular para ello sus “conceptos”, a fin de no parar horrorizada. La violencia deja de ser, entonces, un mero fenómeno físico que a veces se topa con nosotras, para cobrar todo su sentido, para ofrecerse en su plena dimensión.
Brenda Navarro no pierde un segundo en contemporizar ni en relajar el ambiente propiciado. Presenta el rostro enfermo del mundo sin pararse a pensar en lo demás que existe; quiere contar lo que rara vez se cuenta. Sus personajes masculinos se debaten entre el oportunismo y la endeblez, van del egoísmo violento al crudo y feroz parricidio. Y en medio de esa atmósfera, cuatro mujeres cargan con todo el peso que ellos dejan caer; aprenden a vivir o fracasan. No es que no haya esperanza en esta obra, es que a veces esa esperanza no basta. Daniel y su silencio, el centro de la novela, es la expresión formidable de todo ese dolor sedimentado que parece decidido a no callar más. Eso es Casas vacías, un gran ruido, un estruendo literario que no podrá olvidarse fácilmente.
Reseña realizada por nuestro socio GONZALO ALCOBA GUTIÉRREZ